La magnitud de la manifestación independentista de Barcelona, del pasado día 11, es un aldabonazo político de enorme importancia, tanto para Cataluña como para el resto de España. Algo muy alarmante bulle en las cocinas políticas catalanas. Desde este lado, lo fácil es responsabilizar del fenómeno a la crisis. Pero no es la devastadora crisis económico-financiera que nos abrasa quien ha originado la severa admonición soberanista. Seamos claros; el independentismo catalán ha estado históricamente presente o latente en ciertas capas dirigentes de la sociedad y la política catalanas. Atribuible a la crisis es propiciar que algunos rieguen con gasolina la llama del descontento y la frustración, y dirijan el fogonazo resultante hacia los radicales postulados del independentismo. En cualquier caso, la imponente manifestación del 11 S no se puede ignorar. Ni por su contenido, ni por su inoportunidad ni por su peligrosidad.
Significa que el pacto autonómico, el pacto constitucional, está rompiéndose por unas costuras que no pasan del mero hilván. La política de Madrid no ha podido, o no ha querido, zurcir y rematar bien la organización político-territorial española en los 34 años de la vigencia constitucional. Una organización que está hoy más en cuestión que ayer. El “café para todos” —la negación del “hecho diferencial”— ha resultado en un gran fiasco. En último término lo que está en almoneda es el propio estado de las autonomías. Éste suscita permanentes ataques desde los cuatro puntos cardinales. El fenómeno de Barcelona ha dado nuevo resuello a los secesionistas y, a partir de ahora, va a ser muy difícil recomponer las relaciones entre Cataluña y el resto de España. Parece claro que, cuando pase la gran crisis que nos está asfixiando, pocas cosas serán como antes. ¿Estamos ante un estado fallido?
Es manifiesta la inoportunidad de la manifestación-concentración de la ciudad condal. Se ha producido cuando la crisis económico-financiera azota con especial fuerza a nuestro país. Cuando las medidas adoptadas para enfrentarla están llevando al país al borde de una crisis social. Estando a las puertas de unas elecciones en el País Vasco, cuyo incierto resultado podría incrementar la presión centrifugadora en el ruedo nacional. En el momento más crítico de una complicadísima negociación con nuestros socios de la Unión Europea, para decidir si se pide o no el rescate de la economía española. En tal momento y en esas circunstancias, cuestionar masiva y públicamente el espíritu de solidaridad y consenso, que impregnó la elaboración de la constitución de 1978, es corrosivamente inoportuno desde cualquier punto de vista. Genera en el conjunto del estado una incertidumbre política e institucional tan grave que, con seguridad, realimenta los perversos efectos económicos, financieros y sociales de la crisis. De perseverarse en esta deriva no se adivina —o no me atrevo a imaginar— cuál puede ser el seguramente horrible resultado a medio plazo.
La carga de frustración político-económico-social presente hoy en la sociedad española, manipulada politicamente para alimentar un inicialmente legítimo sentimiento catalanista, es especialmente peligrosa. De momento —y me temo que por mucho tiempo— el gran instrumento jurídico de referencia general es la constitución de 1978. Fuera de la constitución solo está el vacío. Eso lo sabemos todos, tanto en Cataluña como en el resto de España. Una secesión, un estado catalán independiente, es hoy impensable, ni siquiera por las buenas, porque no cabe en la constitución. Y mucho menos por las malas, porque ni lo quieren muchísimos ciudadanos de Cataluña ni los del resto de España, que también tienen mucho que decir.
Por otra parte, los militares (incluyendo los retirados) son extraordinariamente sensibles a los fenómenos políticos como el que nos ocupa hoy. Por eso, intranquilizan algunas actitudes —verbales de momento—, que se perciben en personas o grupos directa o indirectamente relacionados con el mundo militar. El peso de tales actividades no es hoy relevante. Como sucede con el que suscribe, aquellos actores no representan más que a ellos mismos. Pero —que no se engañe nadie— sus “pronunciamientos” reflejan estados de opinión y líneas de pensamiento muy arraigadas en amplios sectores de las FAS. Es un hecho que la misión constitucional asignada a las FAS por el pueblo español (art. 8) de “garantizar la soberanía e independencia de España, defender su integridad territorial y el ordenamiento constitucional” es algo “sagrado”, tanto para los militares como para una gran mayoría de los ciudadanos. No es menos verdad que ese mismo pueblo establece (art. 97) que es el gobierno de la nación el que “dirige la política interior y exterior, la Administración civil y militar y la defensa del Estado”. Sería muy saludable para todo y para todos que ni los militares obviaran esta última prescripción, ni los responsables políticos el primer mandato.
Es ahora el gran momento de la política. De la POLÍTICA con mayúsculas. El momento de extraer conclusiones y actuar positivamente para que el tema no se les vaya a los políticos de las manos. El momento de embridar emociones. De respetar más que nunca el espíritu y la letra de la constitución. De evitar a toda costa la ruptura del pacto constitucional y el desbordamiento de la tensión social y territorial. De abandonar retóricas estériles y aunar esfuerzos para salir todos juntos de la crisis. Momento, en definitiva, de apagar los fuegos y no de avivarlos. Nos podemos quemar todos.
Fuente: Blog Pedro Pitarch