El honor perdido de Flayeh al Mayali

GervasiosanchezOKDespués de más de un cuarto de siglo de experiencia profesional sé que el peor día de mi vida coincidió con la identificación del cadáver de mi amigo Miguel Gil en la morgue de Freetown (Sierra Leona) en mayo de 2000. Sé qué otros días han sido muy amargos y sé que algunos de estos días han coincidido con el caso Flayeh al Mayali, traductor detenido hace nueve años en un acuartelamiento español en Iraq.

Ayer fue uno de esos días fatídicos que uno no quisiera vivir. A las ocho y media de la mañana, mientras veía la carrera de Fórmula1 en Burgos, me enteré de que el diario El País difundía un video con pruebas del maltrato de un prisionero iraquí por parte de soldados españoles. La información, que arrancaba en primera, iba firmada por Miguel González.

Durante la siguiente hora volqué todo mi genio e indignación en decenas de tweets, provocando un gran debate en la red. En resumidas cuentas acusé a El País de presentar informaciones del trato inhumano y degradante a prisioneros en la base española de Diwaniya con muchos años de retraso.

Durante la mayor parte de la mañana no pude contestar los centenares de mensajes que me llegaban por twitter, facebook y correo electrónico porque estaba impartiendoun taller en la capital burgalesa. Sólo al regresar a Zaragoza por la tarde me di cuenta del impacto que mis comentarios habían producido.

Ahora, en la madrugada, empiezo a escribir este texto después de rechazar al menos una quincena de entrevistas (cuatro en diferentes televisiones) para hoy lunes y enterarme de que mi cuenta de twitter se ha reforzado con 5.000 seguidores más en apenas unas horas.

Quiero explicar las razones que me llevaron ayer a criticar con dureza a El País y también a su redactor Miguel González. Sé que este artículo no me va traer más que disgustos, pero creo sinceramente que el ciudadano tiene derecho a conocer cómo los temas se ajustan a agendas preconcebidas que nada tienen que ver con el periodismo tal como yo lo siento diariamente desde que empecé en este oficio hace ya casi treinta años.

El sábado 10 de abril de 2004, una persona me preguntó en un hotel de Bagdad si conocía a un traductor llamado Flayeh al Mayali. Al confirmarle que sí, me dijo que había sido detenido en Diwaniya el 22 de marzo de 2004 y trasladado a un lugar desconocido.

Durante nueve meses de 2003 Flayeh al Mayali fue el traductor de más de media docena de periodistas de El País que se turnaron en la cobertura de Iraq. Como yo acompañé a tres de ellos durante más de dos meses, lo conocía perfectamente y sabía que había establecido una relación muy estrecha con los periodistas. Incluso un par de ellos habían pasado algunos días en la casa de su familia en Al Hamsa, a unas decenas de kilómetros de Diwaniya.

Aquella persona me mostró dos documentos importantes e inquietantes: la diligencia de comunicación en la que se acusaba a Flayeh al Mayali de ser “colaborador necesario” en el atentado contra los siete funcionarios del Centro Nacional de Inteligencia (CNI), ocurrido el 29 de noviembre de 2003, y un certificado de entrega a la policía militar estadounidense en un lugar sin especificar cuatro días después de ser detenido.

Me trasladé urgentemente a la casa donde residía, desplegué el teléfono satélite de la Cadena Ser, medio con el que trabajo desde hace casi 20 años, y llamé a Diwaniya. Tuve que enfadarme con varios soldados hasta que se puso el responsable de comunicación de la Brigada Plus Ultra, Guillermo Novelles.

Le dije que necesitaba confirmar los datos de la detención. Después de darme largas me pidió que le llamase en dos horas. Pasado ese tiempo y, después de mucho insistir, me leyó tres párrafos que confirmaban los hechos. Esa misma noche grabé una crónica para el matinal de la SER del domingo 11 de abril de 2004.

A la mañana siguiente llamé a la radio para ampliar la información y me llevé la primera sorpresa: El País había publicado los tres párrafos exactamente iguales a los que me habían dictado desde Diwaniya.

Me sorprendió la celeridad tratándose de un sábado por la noche cuando los diarios están cerrando páginas sin parar. De hecho, llamé a Diwaniya y le dije al teniente coronel Novelles que me parecía muy feo que se hubiese filtrado una información que yo había recopilado en Bagdad a periodistas que estaban en Madrid.

Antes del mediodía conseguí que El País aceptase un artículo más amplio después de largas conversaciones. Llevaba años sin trabajar con ese diario, pero Al Mayali había sido su traductor y pensaba que el impacto de un artículo podría acelerar la apertura de una investigación. También lo publicó Heraldo de Aragón.

El mismo lunes 12 de abril viajaron desde Diwaniya hasta Bagdad Ryad al Mayali, hermano del detenido, y Haider al Ryad, sobrino y conductor de Flayeh que también fue retenido e interrogado en la base española.

Haider me dijo que las preguntas de los interrogadores españoles giraron sobre el origen del dinero que manejaba su tío. “Me resultaban curiosas. Tenían que saber que mi tío había firmado una quincena de contratos con el ejército español”, me contó Haider. El muchacho me aseguró que había sido golpeado en el cuartel, pero yo preferí no publicar este dato hasta no conseguír la versión de los militares españoles.

Empecé a escribir un artículo titulado “Sin noticias del traductor detenido” y llamé a El País. Hablé con su subdirector Felix Monteira, al que consideraba un buen profesional. Le comenté que algo grave estaba pasando y que me parecía lógico que El País publicase el texto al mismo tiempo que Heraldo de Aragón, medio con el que trabajo desde 1987.

Me dio largas y dos días después me contestó que “no podemos publicarlo sin la versión militar”. Le insistí que el tiempo corría en contra de su antiguo traductor, que era importante que “se pusiesen las pilas en Madrid” y buscasen la información oficial. Se trataba de levantar el teléfono y llamar al Ministerio. Ante la evidente falta de interés lo publiqué el domingo 18 de abril de 2004 en Heraldo de Aragón.

Un día antes, el sábado 17 de abril de 2004, se iniciaba el primer gobierno liderado por José Luis Rodríguez Zapatero. El 14 de mayo mandé una carta a Roberto López, recién nombrado jefe de gabinete del ministro José Bono.

Después de presentarme le comenté que Al Mayali llevaba 50 días detenido en un lugar desconocido. “Aunque sé que es un problema heredado del gobierno anterior, me gustaría que se interesase por la situación del prisionero y me informase de cuáles son los cargos contra él”, le expliqué y le recordé que sería “un hecho muy grave si hubiese sido torturado o víctima de trato inhumano y degradante”.

Después de esperar dos semanas y llamar decenas de veces al ministerio, un funcionario me mandó el 31 de mayo de 2004 a las 13,16 un fax con información supuestamente suministrada por el CNI. Se reconocía que habían sido identificadas varias personas “que podían haber participado en la organización de la emboscada” que costó la vida a los siete miembros de la inteligencia militar española y se aseguraba que “tales personas habían sido entregadas a las fuerzas de la coalición internacional para su puesta a disposición judicial”.

En julio de 2004 coincidí en Gijón con José Manuel Romero, entonces redactor jefe de la sección Nacional de El País y hoy uno de sus subdirectores. Hablamos largo y tendido sobre el caso Flayeh al Mayali y le rogué que lo investigasen. “Tenéis muy buenos contactos en el Ministerio de Defensa y el CNI”, le dije después de recordarle en varias ocasiones que el hombre detenido había sido traductor de su diario. También le comenté que había muchas posibilidades de que Al Mayali hubiese sido maltratado durante su cautiverio en Diwaniya. El 19 de julio de 2004, a las 13,44 minutos de la tarde, le mandé el texto publicado en Heraldo de Aragón tres meses antes. Sólo quería convencerle de la gravedad del caso.

Entonces ya tenía datos que no sólo ponía en duda la versión oficial sino que echaba por tierra la supuesta (¿ficticia?) investigación del CNI en Iraq. Una fuente de absoluta solvencia me informó que se estaba cometiendo una injusticia con Al Mayali, que no existía ninguna prueba contra él, que estaba siendo utilizado como chivo expiatorio y, que además, estaba siendo perjudicando por el manto de silencio. Esta persona me confesó estar muy sorprendida del desinterés de algunos diarios, incluido El País.

Unas semanas después recibí una llamada de Miguel González. Quería saber si tenía más datos sobre la situación de Al Mayali. Me pidió que le mandase los documentos que había conseguido en Bagdad.  Le aseguré que el detenido tenía una relación contractual con la Brigada Plus Ultra que le había permitido ganar varias decenas de miles de dólares. Le insistí en que podía haber sido golpeado durante su detención.

El domingo 28 de noviembre de 2004 Miguel González publicó un reportaje en El País coincidiendo con el primer aniversario del asesinato de los agentes secretos. En el texto dio vía libre a la versión del CNI repleta de mentiras: “Al Mayali se habría jactado ante varias personas de su intervención en la muerte de los agentes y habría manejado grandes sumas de dinero de origen incierto”.

Meses antes no se pudo publicar mi texto porque no tenían la versión del Ministerio de Defensa y ahora publicaban la manipulación del CNI sin problemas. Lo que más me indigno a mí y a varios compañeros de El País es que Miguel González sabía que Al Mayali había firmado varios contratos con el ejército español. Hubiese sido muy fácil desenmascarar al CNI.

Ni siquiera mencionó que su detención arbitraria violaba varios artículos de la Convención de Ginebra en su cuarto protocolo, un hecho muy grave que afecta al ejército, al estado español y, con ello, a todos los ciudadanos de este país.

Jamás Flayeh se había jactado ni en público ni en privado de su intervención en la muerte de los agentes. No he encontrado ningún testimonio en esa línea a pesar de que he preguntado a decenas oficiales de la Brigada Plus Ultra durante todos estos años. No hubiese sido lógico ya que Al Mayali continuó trabajando con los militares hasta el mismo día de su detención, más de tres meses después del asesinato de los agentes del CNI.

Ya entonces El País estaba obligado por motivos profesionales, éticos y morales a seguir este caso, algo que evidentemente no hizo. Pudo haber utilizado su gran influencia para ayudar a resolver el caso de un antiguo trabajador-colaborador del diario. Con acceso directo al Ministro de Defensa y a los miembros de su gabinete, pudo haber influido muy positivamente en la resolución de aquel escandaloso caso. Con acceso directo a fuentes de alta solvencia en el Centro Nacional de Inteligencia, pudo haber recopilado más información de la que tristemente publicó Miguel González.

En resumidas cuentas, El País incumplió con el deber de informar a sus lectores sobre la historia de su traductor-colaborador, de investigar de forma independiente un caso en el que estaba afectado profesionalmente, pero también ética y moralmente y, con su proceder, posiblemente permitió que Al Mayali pasase varios meses en la cárcel.

Al Mayali fue liberado el 17 de febrero de 2005, once meses después de ser detenido. En una entrevista telefónica realizada por este periodista, el traductor acusó “a sus interrogadores de someterle a un trato inhumano y degradante con continuos golpes, insultos y amenazas de muerte” mientras una capucha cubría su cabeza durante tres días. Heraldo de Aragón, La Vanguardia y la Cadena Ser dieron rienda suelta a sus declaraciones.

El ministro José Bono no perdió ni un segundo en negar las acusaciones de malos tratos a pesar de que habían ocurrido durante la etapa anterior durante un gobierno que había sido capaz de entregar cambiados a sus familiares los restos de los militares muertos en el accidente del Yak 42.

Bono informó que había documentos firmados por el propio Al Mayali en los que reconocía que no había sido vejado. El traductor me aseguró que le habían obligado a firmar una serie de papeles sin dejárselos leer.

Bono había pedido a varios periodistas de medios ideológicamente cercanos al PSOE, entre los que estaba Miguel González, que evitasen criticar cualquier situación relacionada con la misión española o estadounidense ya que la tensión con Estados Unidos había aumentado tras la orden del presidente Zapatero de retirarse de Iraq.

Este periplo acrítico duró hasta el agotamiento de los dos gobiernos de Zapatero a pesar de que Amnistía Internacional ya investigaba otros casos de posibles torturas en Diwaniya. Yo mismo publique los nombres de otros ocho detenidos golpeados en un reportaje en julio de 2007 junto a los contratos de Al Mayali firmados con el ministerio de Defensa.

Para Miguel González y El País tampoco fue noticia que el traductor acusase al CNI en un texto escrito por mí en Heraldo de Aragón y La Vanguardia de “intentar comprar su silencio” años después de su liberación.

Tampoco les pareció apropiado investigar por qué el juez Fernando Andreu no quiso reabrir el caso de los siete agentes secretos asesinados cuando el traductor había sido detenido como “colaborador necesario” en el atentado más grave sufrido por militares españoles desde que empezaron las misiones internacionales.

El sobreseimiento temporal dictado por el juez Andreu afirmaba decía que se volvería a abrir el caso “si existiesen nuevos datos referidos a la identidad de los autores, de la naturaleza y de las circunstancias de los hechos denunciados”.

A El País y a Miguel González tampoco le pareció pertinente preguntar en entrevistas (¿pactadas?) a Jorge Dezcallar, que era director del CNI cuando mataron a los siete agentes, su opinión sobre lo que había ocurrido a pesar de que yo mismo escribí que el propio Dezcallar había confesado a amigos cercanos que “su peor error fue dejar a los agentes en Iraq tras la caída del régimen de Sadam Husein”.  Ese error le debería haber costado la carrera diplomática. En cambio fue nombrado embajador en El Vaticano y Estados Unidos.

A El País y a Miguel González tampoco le pareció extraño que el general Fulgencio Coll, el máximo responsable de Base España en Diwaniya durante las semanas en que se produjo la detención de Al Mayali y decenas de iraquíes, siguiese subiendo en el escalafón hasta uno de los puestos máximos de las Fuerzas Armadas cuando ya había dudas sobre la ejemplaridad de algunos soldados y miembros del CNI en ese acuartelamiento.

Cuando ayer vi el video y leí la información firmada por Miguel González en El País sentí de repente todo el silencio que durante años he sufrido mientras llamaba a las puertas de periodistas, jueces, abogados, ministros, parlamentarios, activistas de derechos humanos recordándoles que un iraquí decente era víctima de una gran injustica provocada por la irresponsable actuación de funcionarios públicos de mi país.

A Flayeh al Mayali le pasó como a Katharina Blum: fue acusado de ser cómplice de un crimen que no cometió y fue sometido a interrogatorios denigrantes por agentes sin escrúpulos que carecían de una sola prueba contra él.

Nunca afirmaré que la actuación de la prensa española (especialmente El País por el hecho de que se trataba de un antiguo traductor) fuese similar a la descrita por el gran escritor alemán y Premio Nobel de Literatura, Heinrich Böll en su libro “El honor perdido de Katharina Blum”.

Pero sí afirmo que la vida obliga moralmente a tomar decisiones en determinadas ocasiones para recomponer el honor perdido de un ciudadano. Y eso, sin duda, no se hizo por lo que, al mismo tiempo, El País también mancilló su propio honor.

GERVASIO  SÁNCHEZ