En un comentario muy denso al anterior post, don Enrique decía que “Engañarnos, como parece que algunos hacen, con que los Ejércitos se encuentran a la cabeza de los mejor valorados por la sociedad es un equívoco… en el país de los ciegos… Hoy los Ejércitos no molestan porque no hay conscripción, no están tampoco en el debate político como estuvieron en los ochenta, la sociedad los ve actuar desde y en la lejanía, y por fin, no son ajenos tampoco al esfuerzo que realizan, incluso muriendo, sin que se organicen exigencias ni algaradas”. Es una seria reflexión que comparto plenamente y que —tal y como había amenazado— voy a intentar desarrollar. El asunto tiene mucho que ver con la dificultad de inculcar y fomentar en la ciudadanía española la convicción del papel fundamental —no único— de las FAS en la defensa nacional. Y que ésta es algo que, en distintos grados, debería alcanzar a todos. Consecuentemente, sería necesaria una percepción natural, no forzada, de la actividad militar como un servicio más de los que prestan los estados modernos a sus ciudadanos.
Efectivamente, aunque a nadie le amargue un dulce, el engañarse y complacerse demasiado con las encuestas que a uno le resultan particularmente favorables tiene mucho de equívoco. Porque los que vestimos o hemos vestido el uniforme militar sabemos que ese altísimo reconocimiento voceado por algunas encuestas, no se compagina con la realidad individualmente contrastada. Esto me trae a la memoria una clase recibida hace algunos años del eminente catedrático de sociología, don Juan Díez Nicolás. Éste explicaba cómo en una encuesta por él realizada en 50 países de todo el mundo, los españoles figurábamos alistados en cabeza por nuestro declarado fervor y afición por el fútbol. Pero añadía el profesor que, paradójicamente, en el mismo estudio se nos localizaba en la cola de la lista por el número de fichas federadas de ese deporte. Extrapolando la cuestión, ¿sería mucho inferir que si en las mismas encuestas en las que la valoración de las FAS aparece muy elevada, se preguntara también de dónde el estado debería reducir gastos, los militares también figurarían en lugar destacado? Ahí está la oportuna y recientísima decisión de Defensa de revender y cancelar pedidos de los programas especiales de armamento, por poner el último ejemplo, que no ha suscitado oposición alguna por parte de nadie. Parece pues claro que mientras nos movamos en el plano meramente declarativo (bla, bla, bla) somos unas figuras. Pero cuando pasamos al del compromiso tiramos a birrias.
Las FAS necesitan sentir y buscan el calor y el aprecio de la ciudadanía. Pero, más allá de los antecedentes históricos, hay que reconocer que, excepto de manera puntual, eso normalmente se consigue solo a medias. Son muchos los años que marchamos en sentido contrario al que demandaría una mejor relación civil-militar. Porque poco apego pueden los militares suscitar en la sociedad cuando han desaparecido prácticamente del escenario ciudadano. De entre las muchas razones que podría citar para apuntalar esa afirmación, tres me parecen más serias. La primera y más relevante vino de la mano de la suspensión de la prestación del servicio militar obligatorio (coloquialmente, “la mili”), adelantada al 31 de diciembre de 2001 por Real Decreto 247/2001. No voy a discutir aquí las bondades o vulnerabilidades de la mili. Ni tampoco si su suspensión fue o no inevitable, aunque yo piense que sí lo fue. Porque cuando la proa de la historia apunta en una dirección, a los humanos no nos queda más que plegarnos a la fuerza de los vientos. Es un debate que queda, en su caso, para los comentaristas. Lo cierto es que aquella suspensión cortó de cuajo un cordón umbilical que había ligado por dos siglos a la ciudadanía y sus FAS. El servicio militar había sido hasta entonces algo que ocupaba un lugar permanentemente relevante —para bien o para mal, según cómo le iba la feria de cada uno—, tanto en la vida de los varones llamados a filas, como en la de sus respectivas familias. ¿Quién no tenía un hijo, o familiar, o amigo, o vecino que fuera a hacer, estuviera haciendo, o acabara de ser licenciado del servicio militar? (o, en su caso, de la prestación social sustitutoria). La “mili” era un amarre sólido y omnipresente entre la sociedad española y sus FAS, que se perdió. Como resulta difícil imaginar las razones que podrían llevar a revocar la suspensión, habrá pues que concluir que ese “link”, fracturado, ha pasado a la historia. Y así, las FAS son percibidas hoy en la mayoría de los hogares españoles con la frialdad de lo desconocido y lo distante, cuando no de lo ajeno.
Un segundo factor separador ha sido originado por la progresiva desaparición de unidades y organismos de nuestras ciudades y núcleos urbanos en los últimos veinte años. Aparte de razones operativas importantes — que también existen—, la continuada racionalización (léase reducción) de estructuras así como la obsesiva tendencia a minimizar gastos de defensa —o a presumir de ello, bajo la presión de un extraño complejo de culpa—, han llevado a la concentración de unidades en bases alejadas de los núcleos urbanos. A lo que también colaboró la inmisericorde búsqueda del voto que, sin mayor distinción de colores, desencadenó una generalizada y extrema voracidad municipal para apuntarse el tanto de “recuperar” las instalaciones militares en las respectivas ciudades. Lo más triste es que, en muchísimos casos, la mayoría de las infraestructuras puestas a disposición de los ayuntamientos han devenido en edificios abandonados cuando no repugnantes estercoleros, inmensos nidos de ratas y frecuentados “talleres” de yonquis. En Sevilla, el hospital militar, o los antiguos cuarteles de artillería y caballería son ejemplos paradigmáticos de ello. Lo mismo podría decirse de otras muchas ciudades. En cualquier caso, el hecho es que las unidades y organismos militares han desaparecido de la fisonomía y la vida urbanas y, por tanto, también de la vida y el conocimiento de los ciudadanos. Otro histórico “link” destrozado.
Y una tercera razón es la ya consolidada costumbre militar de vestir de paisano por la calle. Los militares, de facto e individualmente, han desaparecido también del paisaje urbano. Alguien de uniforme fuera del cuartel, por ejemplo en un medio de trasporte público, es observado con alucinante curiosidad, como una especie de bicho raro. De la casi obligatoriedad de entrar y salir de los cuarteles de uniforme, se ha pasado a la excepcional y supuestamente pasajera medida de hacerlo en ropa civil. En su momento mandaron las razones de seguridad frente al criminal fenómeno terrorista. Tiempos que afortunadamente parecen pasados. Pero la costumbre se ha consolidado. Vestir hoy de paisano para acudir a, o regresar del, trabajo ha pasado a ser norma generalizada. A veces, ha llegado incluso a ser hábito en el propio trabajo. El órgano central de defensa es, sin duda, el paradigma. Un observador poco avisado diría que allí hay destinados poquísimos militares; y que además éstos serían, en apabullante mayoría, de los empleos más elevados. De coronel para arriba. Porque, sin ánimo de crítica facilona alguna, no es muy frecuente encontrarse por los pasillos, especialmente de algunas direcciones generales, con uniformes con las divisas de oficial superior. Excepcional con las de oficial. Y casi imaginario con las de alguno de los empleos de suboficial. Razones prácticas para ello, se aceptan todas las que se quieran. Pero, sin duda, éste es otro importante “link” fracturado. Esta vez, además, era también un “link” interno.
Difícil pues es fabricar un buen cesto con esos mimbres quebrados. Como bien apuntaba don Enrique en su comentario, hoy los Ejércitos no molestan y la sociedad los ve actuar desde y en la lejanía. Poca cultura de defensa hay, pero me temo que vamos a peor. Seguiremos quejándonos por ello (bla, bla, bla). Como dice Garcilaso de la Vega en su canción segunda “¡Quién pudiera hartarse de no esperar remedio y de quejarse!” Señor, qué cosas. No tenemos arreglo. ¿O sí?
Fuente : Pitarch