Allí esperando, el capitán Torres reflexiona sobre la conversación de su superior. «En todos los pueblos te dicen lo mismo, no aquí no, no hay insurgentes, no les hemos visto… y luego el otro día nos zumbaron como bestias dentro de una población». Habla del ataque que sufrió una patrulla el jueves en Nurgell, a seis kilómetros de la base. Detectaron un IED (artefacto explosivo improvisado) ya cuando caía la tarde. La noche se les echó encima y no pudieron actuar sobre él, porque a veces colocan más para «pillar» a las tropas, así que decidieron hacer noche en ese punto. El IED era una trampa. Al amanecer, en cinco minutos, les cayó una potencia de fuego «brutal» sobre la patrulla. Ametralladoras RPK, fusiles Kalashnikov y lanzagranadas RPG. Una granada impactó en el vehículo. Las chimeneas de la ciudad, en pleno agosto, echaban humo. «La población estaba compinchada, el humo era para distraer, para que no viéramos el origen del fuego». De hecho, comenta uno de los soldados, «yo tenía a uno localizado, pero el cabrón puso a los niños delante, saben que no tiramos». Cinco minutos, intensidad total a cuatrocientos metros. «Flipamos, nos cayó de todo en nada de tiempo, nos caían balas por todas partes». Y al instante, los insurgentes se metieron en las casas, soltaron las armas, cogieron la pala y a trabajar. Nada se puede hacer en ese caso, pero el ataque, el primero desde dentro de una población, preocupa. Por eso las patrullas a pie, por eso la importancia de convencer a los locales de que sean ellos los que rechacen a los talibanes. Si no, ni progreso para los afganos ni tranquilidad para nuestras tropas.
Fuente: La Razón«Nos caían las balas por todas partes»
Moqur (Afganistán)- A las ocho y cuarto de la mañana unos ochenta soldados españoles y afganos salen de la base de Moqur. Toca patrulla a pie. La primera calle es la «avenida» principal del pueblo, una cuesta de tierra a cuyos lados se abren casas de adobe que en conjunto forman el bazar de la zona. Un grupo de tiendas poco surtidas en cuyas puertas afganos en cuclillas ven pasar la patrulla con cierta indiferencia. «Estos, a veces, nos miran y nos hacen así (el comandante Alberto Fajardo se pasa el dedo gordo por el cuello de izquierda a derecha), o hacen con las manos gestos simulando una explosión». Hoy no, simplemente miran y siguen con su tertulia. La patrulla vira a la izquierda en dirección al río. Su caminar transcurre entre cerros y casuchas, por calles estrechas donde corretean niños descalzos. El comandante se para a hablar con un notable local. Le falta una pierna, la perdió luchando con los muyaidines, y evita cruzar sus ojos con los del militar español. Este intenta convencerle de que tienen que colaborar para crear un entorno de seguridad y que así se puedan construir infraestructuras, clínicas, colegios, algo imposible, le recuerda, si los insurgentes campan a sus anchas por la zona. El afgano contesta con evasivas, que si vienen por la noche y colocan los explosivos mientras ellos duermen, que si no ha visto nada extraño… «Tienen miedo, es normal», dice Fajardo. En eso consiste esto. Los españoles y el Ejército afgano tratan de convencerles de algo muy simple y constatable: de su lado van a estar mejor. Los talibanes usan la amenaza, la religión, el terror.La columna avanza. Los militares afganos se distancian y el comandante toma las riendas. Por el «walkie» habla con su enlace en la vanguardia: «¡Diles que miren para atrás, me cago en mi puta vida! ¡El cuello está para algo!». La patrulla debe seguir una pauta, una distancia entre unos y otros. Se paran para comprobar el cruce del río, que no haya explosivos enterrados.