-Mi Sargento…como siga respirando así nos va asesinar con el vaho….jajaja – Reía Salvador tumbado en el blanco lecho de las orillas de aquel maldito vado.
-No me jodas Salvador… que no está el horno para bollos…, que mira que los ruskis los tenemos encima, y estos sí que van a darte el paseíllo como te arrugues guripa- Le respondió el Sargento Sánchez a la vez que le castañeaban los dientes.
Todos aquellos hombres de la Compañía de esquiadores se miraban de reojo. La ventisca no dejaba ver más allá de un par de metros al frente, pero ellos, los olían, los oían, los sentían… Pero poco miedo, si después de veintidós horas de frío infernal cruzando el maldito lago Ilmen, de todas aquellas grietas con agua helada, después de todas aquellos muros de hielo que hubo de franquear, después de ver como muchos camaradas caían abatidos por ese enemigo invisible que era el invierno ruso, después de aquello, cómo una horda sin virtudes ni pasión…, iban a poder con los mejores espadas de la División…
Shiloy Tschernez…, vaya agujero en la infinidad de aquella estepa rusa…, pero qué más daba, era otra aldea en la que les esperaba la muerte, y era otra aldea en la que había que sortearla.
Varios contraataques de los rusos, habían causado alguna baja al pelotón, pero no quedaba otra, había que seguir en el sitio y avanzar, avanzar para liberar a los camaradas alemanes, eran las órdenes, y el Capitán había sido muy explícito, –Seguid adelante hasta morir, todo por los heroicos defensores de Vsvad. O se les salva o hay que morir con ellos-, y ninguno de los españoles allí tumbados en la nieve, con el hielo metido en el cuerpo y la sangre ardiente, estaba pensando otra cosa que no fuera cumplir, porque otra cosa no serían aquellos soldados de la 250 división, pero cumplidores hasta el final.
Comenzaron a silbar las balas, y alguna explosión nada certera sonaba unos metros por delante, señal inequívoca que los rusos avanzaban con precaución.
El Sargento Sánchez sonrió y no por el frío.-Están acojonaos…venga guripas, no nos queda otra… si nos quedamos aquí al final nos pasarán por encima. Y estamos tan cerca de ellos que no se vosotros, pero yo ya huelo su sangre…-
No hizo falta orden alguna, todos los del pelotón comprendieron.., y sin mirarse, sin sentir ninguna otra emoción, se llevaron las manos al tahalí, y desenvainaron las bayonetas. Unos las colocaron en los máuseres, otros las sujetaron con la mano.
Shiloy Tschernez era una aldea formada por una serie de isbas, de estructura anárquica, y en la que los carros de combate no se aventuraban así como así, porque allí todo olía a emboscada. Unos y otros lo sabían, pero también unos sabían, que unos demonios pequeños y morenos, unos demonios del sur, invencibles aun en la muerte, rondaban por allí con la parca como aliada. Y eso producía miedo…, miedo entre la masa de soldados rusos que sabían cuál iba a ser su destino.
Los españoles como espectros en la ventisca, se levantaron del vado. Se desplegaron en guerrilla, tomando entre los 12 hombres que aún seguían en pie el máximo frente posible. Avanzaban despacio…, oliendo…, con los ojos vidriosos, con la mano firme…tenían claro que el hielo podría helar los cerrojos, pero no los machetes…no los cuchillos…y sus manos invocaban al fuego que sale del alma…
El primero en tener un encuentro fue Salvador, el guripa de Pamplona, el profesor de Universidad, que se embarcó en la División, enrolándose de soldado, a pesar de haber sido Alférez provisional en el Requeté. Pero su fe en sus ideales, le había arrastrado sin poder evitarlo hasta ese momento. Ni buscaba aventuras, ni buscaba revanchas, ni buscaba venganza, él solo estaba allí porque lo estaban otros con los que había sangrado anteriormente en suelo patrio. Ni le motivaba la política, ni le motivaba otra pasión, sólo se arrastró allí por sus camaradas, por sus hermanos…
No tuvo tiempo de mucho el ruski que al doblar la esquina, solo pudo ver unos ojos eyectados en sangre, detrás de las sombras del casco de combate blanquecino…sólo un pinchazo fugaz que le partía el corazón.
Tampoco hubo tiempo para otras florituras, Salvador dejando el machete clavado en el pecho del ruso, se lanzó al cuello del binomio. El segundo soldado ruso, presa de la sorpresa, retrocedió unos pasos, sus manos temblaron y no fueron capaces de acerrojar el fusil que se caía de sus manos, a la vez que las de Salvador se hundían en su cuello. No tardó mucho, ni hubo mucho ruido. Detrás de cada esquina había soldados de uno y otro bando y había que ir con sigilo.
El Cabo Márquez con tres compañeros, se encontraron enfrente de al menos media compañía de ruskis recelosos. Entre ellos y los españoles apenas un abrevadero de madera, con el agua obviamente congelada. Los guripas ni se lo pensaron, soltaron un par de granadas al frente, y cuerpo a tierra comenzaron a disparar con todo lo que tenían. El encuentro fue desigual, los rusos no se arrugaron y devolvieron la mano. Los disparos barrían el horizonte, y la escuadra de Márquez se vio copada en aquellos 3 metros cuadrados.
Los cuatro se miraban, el que menos ya llevaba un tiro en el cuerpo, y todos sabían que estaban listos, pero no por ello derrotados. Se palparon en busca de granadas, pero no las había. Los disparos entre la ventisca y la bruma de las explosiones se hacían ineficaces, y fueron resueltos. Cojos, mancos o tuertos el destino de los guripas estaba escrito.
Entre todos se apoyaron para levantarse, seguramente algún ruso los vio y tiro, y tuvo suerte, dos disparos dejaron listo a Simón Etxaerena un guipuchi valiente y sereno, que nunca tuvo miedo al abrazar su destino. Los otros tres lo notaron, lo vieron caer, una pata de aquella mesa había caído, pero la mesa seguía en pie.
No es fácil explicar cómo sin fuerzas y lisiados pudieron ponerse a la carrera, como locos posesos perseguidos por el diablo. Pero ellos no huían del demonio, ellos acompañaban al demonio… Un demonio rojigualda que se introdujo entre las filas de los rusos que iban agrupados, casi hombro con hombro.
Un demonio que comenzó a repartir cuchilladas. Un demonio de seis manos, donde unas daban tajos, y otras disparaban con pistolas. Los rusos no podían creer lo que les pasaba, no podían usar sus fusiles o sus ametralladoras sin dejar fríos a los suyos, y la carnicería tomó forma. Amasijo de acero y sangre, amasijo de valor y terror, y al final amasijo de muertos. La cortina blanca de la ventisca se llevó para siempre a todos, y la parca se cobró su peaje. Márquez y sus hombres cayeron, como otros muchos en aquel cruel páramo de la estepa, pero las dos secciones rusas que entraban por el flanco de la aldea, allí quedaron también. Los que no murieron instantáneamente por las cuchilladas certeras de aquellos demonios morenos, curtidos en mil trincheras, murieron por sus disparos, y los que no fueron despachados por los españoles, lo fueron por ellos mismos, que presas del terror al final tocaron a bastos, y se la jugaron con el plomo.
De aquella gesta, Sánchez no tuvo conocimiento hasta que posteriormente, buscando a sus camaradas, vio en la inmensidad del infierno blanco, un escudo rojo y gualda, que asomaba de entre una montaña de muertos. Sólo así Sánchez adivinó como fue la mano, y tuvo claro quien la ganó y como aquellos guripas se habían ganado la eternidad.
Pero la pelea seguía en aquella maldita aldea. Sánchez no lograba contactar con el Teniente, ni con los Letones que andaban por allí a cuchillada limpia también con los rusos. Salvador contactó tras un par de escaramuzas con su Sargento.
-Mi Sargento…, un sin vivir…, tengo la mano molida…esta parrala no para…, salen de todas las esquinas, eso sí, cordericos… mi Sargento…cordericos…- Le dijo con aire cansado.
Sánchez lo miro con aire de orgullo, y le respondió con la mano en el hombro – Salvador…, ojalá salgas de esta… porque te estás ganando la cruz de hierro…y de esto se han de enterar los kameraden…cuenta con ello-
Salvador sonrió, miró a su Sargento como un chiquillo vergonzoso, y le replicó – Guárdense las cruces o las hoces, y deme usted cuando volvamos a Novgorod, del vino ese bueno que tiene en la bota- Y sin más, desapareció entre la niebla, dejándose llevar por la ventisca.
Tampoco volvió, Sánchez lo encontró acribillado en el muro de una isba, a su alrededor yacían 8 cadáveres. Tampoco tuvo mala mano Salvador al irse.
La lucha se volvió enfurecida, salvaje, cruel, desigual, pero la guerra es voluntad, y la voluntad y la fe la tenían los guripas, que aun a sabiendas de su certera muerte, no cedían ni un palmo de terreno ante las hordas que los copaban.
La tarde fue larga, y el frío implacable. Pero el infierno blanco se fundía con las gotas de sangre ardiente que derramaban los guripas.
Cuando Sánchez pudo zafarse del ruso que le cayó encima, buscó con la vista, sus ojos buscaban ya bultos, meras presencias, buscaba el calor del miedo, pero ya no había nadie. Ya no había rusos, habían sido expulsados. Ya sólo quedaba él, un divisionario que cuchillo en mano, con una herida en el hombro, y un tajo feo en la pierna, fue encontrado por el Teniente Otero de Arce que no sin similares percances, pudo contactar con ese pelotón perdido que tanta falta hacía encontrar.
Y encontró al pelotón…lo encontró como mejor podía haberlo encontrado, cumpliendo con su deber, y dejando en el campo de batalla la huella de aquellos desarrapados guripas, que habían cruzado el infierno, que se habían dejado la vida, las manos, los pies, pero habían sujetado el alma con tantas fuerzas, que solo se les había escapado, cuando y como ellos decidieron.
No supieron morir de otra manera…
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