Ingresé en el Ejército a finales de 2001, aún bajo el impacto terrible del 11-S. Tenía 20 años recién cumplidos y creía, sin atisbo de duda, que los musulmanes eran nuestros enemigos, y Occidente, el bastión de la civilización y la cultura. Cuando me preguntaron a qué unidad quería alistarme pedí ir a una que me garantizara estar en primera línea de combate en caso de conflicto. Acabé en un regimiento encuadrado en la Fuerza de Acción Rápida (FAR). Se consideraba una unidad de élite y, consecuentemente, el nivel de exigencia psicofísico era muy alto, y la disciplina, férrea.
La vida en el cuartel
Al cabo de algunos meses estaba plenamente integrado. Lo único que ocupaba mi mente era el Ejército, y las conversaciones con mis compañeros giraban siempre en torno a la vida militar. No todos se adaptaron tan bien. Un chaval cayó en desgracia desde el primer día. Era muy indisciplinado, y siempre que incumplía una orden nos castigaban a todos a hacer flexiones. A todos menos a él. Mientras sudábamos rozando el suelo con la barbilla, él se quedaba sentado frente a nosotros. Nos decían que lo mirásemos y que le diésemos las gracias. Así lo hicimos. Fue objeto de varias agresiones y yo mismo participé en alguna de ellas. En aquel momento me pareció justo. Para nosotros era la vergüenza del escuadrón.
Yo, en cambio, era un buen soldado. Obediente, en buena forma física, resistente al estrés. Aunque cometía fallos. A veces me equivocaba conduciendo el blindado por el campo. Y cada vez que me confundía, el sargento me obligaba a parar y me daba patadas en la cabeza, que asomaba bajo el casco por la escotilla del vehículo. Todo el mundo se nos quedaba mirando. La humillación pública me dolía más que los golpes. Por eso le pedí que, en vez de patearme, me diese puñetazos en las costillas. Lo que no dudaba entonces es que merecía un castigo físico.
Para bajar del blindado había que poner un pie en el lateral. Pero ninguno lo hacíamos. Saltábamos directamente al suelo. Desde más de un metro de altura. Hasta cinco veces al día. Me dolían tanto las rodillas que apenas podía caminar. Pero no pedí la baja, no quería que mis compañeros me considerasen un flojo.Fui al hospital y me infiltraron. Eso me quitó el dolor, pero no la lesión, que se hizo crónica
Ensayo con supuestos prisioneros
Unos cuatro meses antes de partir hacia Irak realizamos un ejercicio nocturno en un bosque próximo a la base. El escuadrón se dividió en dos grupos: de un lado, los desgraciados —es decir, aquellos que por un motivo u otro no caían en gracia a los mandos—, y de otro, los demás. Su misión era no ser capturados, y la nuestra, capturarles.
Cogimos a cuatro prisioneros. Mi sargento me ordenó que eligiera a dos para proceder a su interrogatorio. No sabíamos lo que pasaría a continuación, porque no se nos había dado información alguna, así que toda nuestra instrucción consistió en esa práctica. Descarté a dos de los capturados; uno, por ser mujer, y otro, porque era mi mejor amigo. Ambos permanecieron sentados y con los ojos vendados durante el ejercicio, que se desarrolló en tres fases.
»Primera fase. Nos ordenaron pegar a los dos elegidos. No fue una orden dirigida a nadie en concreto, ni nos dijeron de qué manera hacerlo, pero en esas situaciones te sientes impune y sale el monstruo que todos llevamos dentro. O así es, al menos, como yo me lo he justificado todos estos años. Los demás empezaron a darles patadas y puñetazos. Yo no había pegado a nadie en mi vida, así que al principio me quedé quieto. Pero mi sargento me empujó para que participara. Me acerqué y le di una patada a uno. Una vez que empecé, ya no me pude parar. Eran mis compañeros de promoción.
»Segunda fase. Tras pegarles nos ordenaron bajarles los pantalones y la ropa interior. Un compañero mío pasó el cañón de su fusil por el ano de uno de ellos, haciendo ademán de introducirlo mientras se burlaba. Un mando le reprendió: “¿Qué haces? ¿Te gustaría que te hicieran eso a ti?” Pero luego se marchó y mi sargento les obligó a colocarse de rodillas uno detrás de otro, de modo que los genitales de uno quedaran en contacto con el trasero del otro. Hizo que se movieran como si estuvieran copulando. “Haced el trenecito”, les ordenaba entre risas. Uno de ellos sollozaba.
»Tercera fase. El interrogatorio lo dirigió otro sargento. Consistía en hacerles preguntas de todo tipo. Desde cómo se llamaban sus padres hasta quiénes eran sus mandos. Iba alternando las preguntas (algunas, carentes de cualquier interés militar; otras, relevantes), pero cada cuatro repetía una que ya había formulado antes. Su objetivo era comprobar la sinceridad del prisionero y su grado de resistencia. El sargento hablaba pausadamente y solo les daba pequeños golpes cuando contestaban de manera distinta de como lo habían hecho la vez anterior. Pero yo no tenía su paciencia, estaba cansado y nervioso, y les insultaba y pegaba hasta que un compañero me dijo que eso no era efectivo y me apartó. No estoy seguro de lo que pasó luego. Sé que a los cinco minutos estaban dispuestos a contestar a cualquier cosa que se les preguntara, aunque en teoría solo debían darnos su nombre, número de identificación militar, graduación y fecha de nacimiento. Puedo pensar que el objetivo de este ejercicio era prepararnos por si caíamos prisioneros en Irak. Pero si era así, nadie nos lo dijo. Y ni yo ni la mayoría de mis compañeros hicimos nunca el papel de presos. Solo el de carceleros.
‘Rules of engagement’
Conocidas en castellano como Reglas de Enfrentamiento o, simplemente, Roes. Nos las explicó mi sargento en tres minutos cuando ya estábamos en Kuwait, haciendo la aclimatación previa al ingreso en territorio hostil. Me acuerdo de que nos dijo que nosotros, a diferencia de los americanos, solo podíamos disparar si nos disparaban primero; y que los vehículos y edificios con la media luna roja eran inviolables, aunque incluso ese principio era relativo, porque los insurgentes podían usarlos con fines bélicos. Eso fue todo.
La misión en Irak
Entré en Irak a mediados de agosto de 2003. La guerra había empezado el 20 de marzo y la situación no era excesivamente hostil. Pero en los cuatro meses y medio que pasé en la zona de operaciones, la seguridad se fue deteriorando. A la Brigada Plus Ultra le correspondía el control de las ciudades de Diwaniya y Nayaf y sus provincias. El contingente estaba formado por 1.300 militares (españoles y centroamericanos), de los que 400 pertenecíamos a unidades operativas, y 900, a unidades logísticas, sanitarias, Estado Mayor, comunicaciones, etcétera. Todo el trabajo de campo recaía sobre unos pocos. Eso suponía jornadas de 14 horas ininterrumpidas, de lunes a domingo, y no era raro que en mitad de la noche nos despertaran para alguna operación o que al regreso de una patrulla nos tocara una guardia. Nuestras misiones consistían en patrullas de presencia (exhibición de fuerza para que los iraquíes supieran quién mandaba, en palabras de un oficial); escolta de cualquier vehículo que saliera del cuartel; check-points en las carreteras; vigilancia de puntos sensibles (como un puente próximo a la base), y protección de convoyes de combustible. La mitad de mi estancia en Irak la pasé escoltando estas larguísimas columnas de camiones-cisterna con gasolina para los americanos.
El clima era infernal. Hasta 50 grados en los meses de verano. Eran frecuentes los golpes de calor, y a mí se me cocían, literalmente, los pies, pero no podía abandonar mi puesto hasta que vomitara o me desmayase. La herida que me hice en la rodilla a las dos semanas de llegar solo se curó a mi regreso a España.
Dormíamos en hamacas de lona que te destrozaban la espalda y el cuello, en barracones insalubres (convivimos con dos escorpiones hasta que pudieron fumigar) y relativamente hacinados (decenas de soldados juntos), sin ninguna intimidad. El servicio de catering,contratado con una empresa, dejaba mucho que desear y era frecuente comer lo que las familias enviaban en paquetes desde España. En cualquier caso, la mayoría de los días estábamos de misión fuera de la base y nos alimentábamos con raciones de combate.
Con los iraquíes
Al principio nos acogieron muy bien. La gente nos saludaba como a libertadores. A mí me parecía lo normal, porque, a fin de cuentas, les habíamos librado de Sadam Hussein y les traíamos la democracia y la prosperidad. El problema es que eso no era cierto. No sabría explicar cómo se produjo el cambio. Solo sé que estábamos sometidos a temperaturas extremas, sufriendo incomodidades, trabajando a destajo, durmiendo lo justo y escuchando disparos a todas horas. Lo peor es que cualquier persona podía ser un insurgente dispuesto a inmolarse, y cualquier objeto, una trampa. Los efectos de esta tensión permanente eran visibles: perdí casi diez kilos y desarrollé tics nerviosos. Llegó un momento en el que empezamos a sentir un odio visceral hacia los iraquíes, comentábamos entre nosotros que mataríamos a todos los que pudiéramos si nos dieran la oportunidad. Y estoy seguro de que ellos pensaban lo mismo de nosotros.
Los puestos de control
Son puestos de control en las carreteras en los que se registra al azar a los vehículos para comprobar si llevan armas. Desde el mando americano se nos recriminó por no cumplir el cupo de detenciones, así que estas misiones se hicieron más frecuentes. Por supuesto, todos los que tenían armas se llevaban algún golpe, pero hubo un caso especial. Detuvimos a un turismo con dos hombres de unos 30 años. Les hicimos abrir el maletero y encontramos un saco repleto de dólares y billetes iraquíes (unos 200.000 dólares, según me dijeron). Mi sargento decidió que eran insurgentes. Recogimos el dinero y detuvimos a los dos hombres a punta de fusil. Les vendamos los ojos, les atamos las manos y los metimos en el blindado. El coche que conducían quedó abandonado a su suerte. El trayecto hasta la base duró cuatro horas. El sargento ordenó que se les pegara y así se hizo. Aunque no había ninguna razón para ello, no suponían ninguna amenaza para nosotros. Al llegar a la base me mandaron que los condujera al calabozo. Como no podían ver, agarré a uno por el hombro y le retorcí el brazo para que se hiciera daño si intentaba zafarse. Pasaron dos días en la base España, donde fueron interrogados por un comandante de la Guardia Civil y agentes del CNI. Luego quedaron libres. Eran unos simples empresarios.
El conductor
Durante tres meses me tocó conducir el blindado. Aprendimos de los marines americanos, que obligaban a los vehículos civiles que se encontraban en su camino a apartarse hasta que pasara el convoy. Los iraquíes rara vez se apartaban. La misión de mi sargento era ordenarles con gestos que se echaran a un lado, y, en caso negativo, yo debía ponerme en paralelo, arrimarme y simular que iba a producirse una colisión, hasta que se asustaban y paraban en el arcén. Al principio, lo hacía con mucho cuidado. Al final, invadía su carril sin importarme lo que pudiera pasar. No hubo ninguna colisión, pero un camión estuvo a punto de volcar.
El explorador
Es el soldado que se sitúa en la parte posterior del blindado, vigilando con el arma montada para evitar que un potencial agresor te sorprenda por la retaguardia. Pasé a este puesto después de que mis condiciones psicofísicas no fueran las idóneas para seguir conduciendo. Las instrucciones eran claras: nadie podía acercarse a menos de 100 metros. Pero yo no era Dios y no podía obligar a los iraquíes a hacerme caso, por lo que me llevé innumerables broncas. Al final, decidí cumplir la orden a rajatabla. Se acercó un turismo a 50 metros. Le hice señales para que se alejara. Me ignoró. Así que monté el fusil y le apunté. El coche frenó y dio un volantazo. El vehículo que venía detrás chocó contra él. El primero se fue a la cuneta y volcó. Mi sargento me preguntó qué había pasado. Le dije que me había desobedecido, y ahí acabó la conversación. Seguimos nuestro camino.
Cerco a la mezquita
Se nos alertó de la presencia de insurgentes en una localidad situada a una hora de la base. Enviaron a mi pelotón, con dos blindados. Los localizamos y los perseguimos hasta que, según nos pareció ver, se metieron en una mezquita. Se nos ordenó prepararnos para entrar y capturarlos. A las dos horas llegó la contraorden: vuelta a la base. Afortunadamente, alguien se dio cuenta de que si atacábamos la mezquita no saldríamos vivos del pueblo.
Guardia nocturna
Entre los cometidos de la unidad que hacía la guardia nocturna estaban la vigilancia y la alimentación de los prisioneros. Mi cabo primero me dijo que le acompañara para darles la cena. Él llevaba la llave con la que abrió dos celdas; había un hombre de mediana edad en cada una. Me pareció que uno de ellos tenía la piel oscura, aunque resultaba difícil apreciarlo, porque la única iluminación era una bombilla mortecina. Estaba semidesnudo, tumbado sobre una manta (en el cuarto no había absolutamente nada, ni una cama) y muerto de miedo. Balbuceaba palabras que no pude entender, pero que sonaban como súplicas. La orden de mi superior fue que entrara delante y le apuntase con el fusil a la cabeza mientras él dejaba la bandeja en el suelo. Obedecí, pero en ese momento algo se quebró en mi interior. Me pregunté qué hacía yo allí, encañonando a un pobre infeliz, cómo había llegado a esa situación. Durante una semana sentí como si nada de aquello fuese real, como si estuviera bajo los efectos de un narcótico. Una noche que me tocó guardia estuve a punto de volarme los sesos. Solo las palabras de ánimo de dos compañeros me salvaron. Al amanecer llegaron nuevos prisioneros que rogaban por un trago de agua. Un soldado hizo ademán de ofrecerles una botella y la derramó luego en el suelo entre risotadas. Otro se hizo fotos burlonas con ellos. La naturaleza humana.
Recuerdo que nuestro capitán nos felicitó porque éramos la única unidad de toda la Brigada Plus Ultra en la que ningún soldado había pedido ver al psicólogo de la base
A finales de diciembre de 2003 volví a casa. Seis meses después empecé a sufrir insomnio, ansiedad, me volví obsesivo, absolutamente insociable e indisciplinado. Al final, el Ejército me dijo que ya no era útil para seguir en filas. Durante dos años recibí tratamiento psiquiátrico seis horas al día, de lunes a viernes, en un hospital. Aunque he mejorado considerablemente desde entonces, nunca he vuelto a ser el mismo.
Fuente : Elpais