Juan Chicharro «Pensando en Irlanda»

Sigo el mundial de rugby que se está celebrando en Gran Bretaña. No es un deporte conocido en España, pero en Gran Bretaña, Francia o Irlanda levanta pasiones y es seguido por millones de personas, al contrario que aquí. Y sucede que constato inconscientemente cómo mis inclinaciones deportivas van con el equipo irlandés. Extraño sentimiento que procede seguramente de aquellos lejanos días de mi niñez, cuando siendo alumno de los jesuitas, por no sé qué extraño convenio que estos tenían con monjas irlandesas, los alumnos de dicho colegio estudiamos dos cursos en el Pinar de Chamartín bajo la batuta de aquéllas. Aprendimos a leer, escribir y rezar con aquellas monjitas en inglés, ya que todas las materias las dábamos en dicha lengua; por ello, su recuerdo perdura en todos los que pasamos por esas añoradas aulas.

Leo por otra parte que, recientemente, una asociación irlandesa denominada Grange and Armada Development tiene como objetivo el recuerdo y homenaje a los marinos españoles que, tras el desastre del frustrado intento de la Armada de Felipe II de invadir Inglaterra, murieron en las costas de Irlanda al producirse el naufragio de sus buques; en efecto, en 1588, tres navíos españoles, al mando del Capitán Francisco de Cuéllar, se fueron a pique en la playa de Streedagh y allí, malheridos, fueron masacrados por tropas inglesas pese a la bravura de los paisanos gaélicos, que intentaron evitarlo infructuosamente. Es curioso observar cómo cuatro siglos después, año tras año, los descendientes de aquellos campesinos aún recuerdan a nuestros desgraciados marinos.

En 1989 y 1990 participé, formando parte del contingente español de la Organización de Naciones Unidas en Centroamérica, en las tareas de pacificación de aquella zona, tras la guerra habida en Nicaragua en los años anteriores. Formábamos ese contingente españoles, irlandeses, suecos, alemanes, indios, venezolanos, brasileños, canadienses, argentinos, colombianos y ecuatorianos. El mando lo ostentaba un General español.
El objetivo común nos unía a todos, esa es la verdad, e hice buenas amistades con aquellos militares, alguna de las cuales todavía mantengo pese a los años transcurridos, pero no puedo olvidar la empatía que, mutuamente, manteníamos los españoles e irlandeses entre aquella amalgama de tantas nacionalidades. Sin duda el vínculo cultural que da el profesar los mismos sentimientos religiosos, sea uno, o no, más o menos practicante, tenía algo que ver, así como una cierta forma bohemia y anárquica de ver la vida, junto con el frente común que, en ocasiones, hacíamos por razones históricas implícitas ante la actitud de alemanes o canadienses que, claramente, pertenecían a otra filosofía de pensamiento, mucho más ajena. Todavía me llaman la atención aquellos posicionamientos. Prueba de ello fue, por ejemplo, la celebración durante dos años consecutivos de la fiesta del día de San Patricio donde los españoles acudimos masivamente como si se tratase de una festividad puramente española.

Las relaciones históricas entre Irlanda y España han sido siempre intensas; seguramente porque ambas naciones teníamos al inglés como un enemigo secular común, amén de, como ya he dicho, por profesar ambas la religión católica, algo que a lo largo de los siglos ha marcado la relación entre nuestros dos pueblos.

Irlanda ha sido siempre, hasta nuestros días, un país de emigración. La pobreza de su tierra, sin apenas recursos naturales, ha propiciado una diáspora de su gente por todo el mundo, especialmente hacia los Estados Unidos donde existe una amplísima población de ascendencia irlandesa como bien es sabido. Pero hubo también una época en la que el destino de algún sector de su sociedad, especialmente en el ámbito militar, fue España. Digamos algo sobre esto, ya que resulta, cuando menos, curioso y relativamente desconocido.

Por ejemplo, entre los siglos XVI y XVII ya se contabiliza que fueron más de 10.000 irlandeses los que formaron parte de los Tercios españoles en Flandes y en la Armada y, a lo largo del siglo XVIII, numerosos irlandeses de procedencia noble ocuparon puestos de alta responsabilidad en el Ejército y en la Administración española. Así, nos encontramos a Ricardo Wall que fue secretario de Guerra entre 1759 y 1763, a Alejandro O’Reilly gran reformador del Ejército y gobernador de Andalucía y Cataluña, a Ambrosio O’Higgins, Virrey del Perú, o a Juan O’Donojú, último jefe político superior de la provincia de Nueva España. También nos topamos con otros importantísimos generales de nuestros ejércitos, tales como Lacy, Kindelán, O’Donnell o Gonzalo O’Farrill, entre otros muchos.

Y ya en los tiempos presentes, me paro a leer los escalafones actuales de nuestros tres ejércitos y me tropiezo con apellidos como Kindelán, O’Donnell, Kirkpatrick, O’Dogherty, O’Shea, todos de evidente ascendencia irlandesa.
Tampoco me puedo olvidar de recordar, ya en ámbito corporativo, a tres regimientos de honda raigambre y tradición en nuestro Ejército como fueron los regimientos de Irlanda, Hibernia o Ultonia, entre 1698 y 1816.

Sí, ciertamente la relación histórica entre España e Irlanda es larga y profunda. Llega hasta nuestros días e incluso se puede advertir en pequeños detalles que denotan la mutua empatía, como se comprueba con frecuencia hasta en las votaciones del festival de Eurovisión.

Dentro de unos días parte para Irlanda, Marieta, mi nieta mayor. Espero que estas breves líneas le sirvan para tomar interés y tratar de aprender lo que, seguramente, no hizo en su bachillerato español del que no puedo sino lamentar el bajísimo nivel de nuestros jóvenes, fruto de una política nacional de enseñanza (¡bueno, ni eso!, ya que las Autonomías campan por sus respetos), no sólo mala, sino agravada por el hecho de que cada Gobierno que llega al poder, deroga la ley anterior y viene ya, bajo el brazo, con la nueva ley de turno, si cabe peor que la anterior.
Así no hay quien pueda garantizar una formación mínimamente sólida ni coherente a nuestra juventud, ya que queda sometida a los vientos de las diversas ocurrencias e improvisaciones en esta materia tan fundamental para cualquier país medianamente inteligente, pues resulta meridiano que una buena formación es prácticamente una garantía de avance, progreso y cultura de una nación; pero aquí, desgraciadamente, ya se sabe: el tejer y destejer, como el manto de Penélope, es lo que se lleva. Lo milagroso sería que, tirando del “carro” en todas direcciones, se pudiera producir una fuerza resultante que nos llevara a alguna parte interesante, más allá de cada legislatura.

Seguro que mi nieta viajera aprenderá a querer a la bella Irlanda y espero que estas líneas contribuyan a ello. Al menos algo habrá aprendido.

Fuente: Republica