«Esta tarde me dejo caer por el bar de Lola. Y me hace una pregunta que está de actualidad: ¿Para qué sirve un soldado?
Le señalo el periódico que está encima de la barra, con la foto de los que le dieron estiba al terrata del Kalashnikov en el tren gabacho.
Entre otras cosas, un soldado sirve para eso -le digo.
Un soldado -añado- sirve para cosas malas, cuando quien lo manda es un canalla. Igual que un policía.Igual que casi todo.
Pero un soldado sirve también para cosas buenas. Sirve para cosas útiles, honrosas y dignas. Si quien lo dirige es honrado y digno.
Puesto que el que no existan soldados es utopía, en realidad para eso deberían servir siempre los soldados. Para cosas dignas.
Los soldados tienen mala prensa. El mundo ha cambiado. Pero de pronto, tatatachán, el mundo deja de ser ordenado y razonable. A veces.
O quizá, de pronto, la realidad irrumpe para poner en su sitio a tanto tonto del ciruelo y tanto demagogo cantamañanas.
Cuando todo se va al carajo, y a veces se va, los soldados (los de tu bando, claro) te sacan las castañas del fuego.
A fin de cuentas, bien mirado, son gente especial. Dispuesta a afrontar la mutilación y la muerte por poca paga, o por ninguna.
Voluntarios o profesionales, forzosos cuando les toca, lo cierto es que están listos para dejarse el pellejo donde otros no se lo dejan.
Sería ideal que no hicieran falta, claro. Pero de lo ideal a lo real hay mucho hijo de puta de por medio. Y mucha injusticia y mucha hambre.
Cuando el buenismo de los tontos y los ignorantes se estrella contra realidades, los soldados se vuelven útiles. Y hasta se les vitorea.
Hoy, por ejemplo, se vitorea a dos de ellos a los que tal vez ayer mismo se insultaba.
Hace dos días se evitó una matanza porque había dos soldados en un tren. Entrenados para luchar. Para matar (es su oficio) y que los maten.
Porque en el mundo real, cuando Disney se va al carajo, la gente mata y la matan. O para que no la maten. O mata para que no maten a otros.
Y la verdad. Prefiero que haya más gente dispuesta a matar y que la maten que esté de mi parte que de parte de los otros. Cuando hay otros.
Y ahora, señoras y señores, niños y niñas, hay otros. Quien no quiera ver que hay malos, y que están en plena forma, es un perfecto imbécil.
Esos dos soldados estaban adiestrados para reconocer el sonido de un Kalashnikov montándose. Y entrenados para atacar.
Y atacaron.
Atacaron de forma automática, sin pensarlo, por instinto de adiestramiento profesional. Técnicamente profesionales.
Se les unieron dos civiles. Soldados todos, en ese momento. Profesionales y voluntarios, juntos. Como ocurre en todas las guerras.
Esos dos soldados y esos voluntarios salvaron a la gente del tren.
De no haber estado ellos allí, hoy todos gimotearíamos sobre la terrible matanza. Velitas y tal. Yo soy Charlie y demás chorradas.
Ese día, en ese tren, esos dos soldados norteamericanos eran los nuestros. Y el del Kalashnikov era los otros. Los malos.
Así que me alegro de que, gracias a esos dos soldados y a esos dos civiles valientes, esa vez ganaran los buenos y perdieran los malos.
Por qué hay buenos o malos, ésa es otra historia. Pero no creo que sea lo que preocupaba en ese momento a los viajeros del tren.
Quedémonos sin soldados, que suena facha, e invirtamos en besos con lengua. Verán lo que nos reiremos todos con el del Kalashnikov.
Para eso sirve un soldado decente, Lola. Que los hay. Los he visto. Para que si hace falta lo maten por ti. Sin complejos.
Díselo al siempre acomplejado ministro Morenés si pasa por el bar. Y a su jefe Rajoy, el ciclista campechano, cuando se pare a besarte.
Y ahora ponles unas cañas aquí, a los amigos.»